jueves, 26 de mayo de 2016

Crónica de dos mundos y una misma ciudad

Todo lo que el hombre hace está ligado a una experiencia del espacio: "Nuestro sentimiento del espacio resulta de la síntesis de distintos espacios, de orden visual, auditivo, kinésico, olfativo y térmico. Si bien cada sentido constituye un sistema complejo, todos igualmente están modelados por la cultura". (E. Hall, 1971, y P. Levy, 1983, citados por Silva, 1997).



Entre las calles asfaltadas, los edificios de seis pisos y grandes ventanales, los semáforos en rojo, el ronroneo de los carros más lujosos y el golpeteo de los tacones contra el cemento, se abre una pequeña selva, un lugar en el que, a primera vista, el tiempo parece haberse detenido. La casa verde, verde, verde, abrazada por los árboles de piso a techo, se alza por entre las construcciones de concreto y el exosto de los carros. Parece salida de otro mundo, una pequeña grieta verde de otro tiempo.



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En el corazón de la ciudad, entre el caminar incesante de los transeúntes, arriba de la casa del florero y abajo de la biblioteca Luis Ángel Arango, tres portones, de una gran casa colonial, se ciñen codo a codo el uno contra el otro. Allí también parece haberse detenido el tiempo, o mejor dicho allí parece haberse detenido Bogotá. Caminar por esa pequeña cuadra es transportarse de inmediato a la capital Santafereña, antes del asesinato de Gaitán y como lo afirma el filósofo y teólogo colombiano, Armando Silva:

En las investigaciones sobre Bogotá se registra muy especialmente la marca "antes" del asesinato de Gaitán y un "después" de su asesinato, y así se puede afirmar que Bogotá vive un hito histórico fundante, con características no sólo históricas sino míticas. (Silva, 1997)

Sin embargo, el ruido y el ajetreo lo traen a uno devuelta a la realidad, en un estrellón contra el mundo, o mejor dicho contra el asfalto. A un lado, los vendedores de frutas encienden la calle con colores vibrantes y exhiben sus mangos recién cortados (que francamente se ven muy provocativos pero que nunca me he atrevido a comer por ser de carrito ambulante), y al otro lado, la señora que grita sus obleas a los cuatro vientos y que me obliga a pensar irremediablemente en Mick Jagger, y su reciente fama de catador de obleas capitalinas. Así es este mundo, lleno de contrastes.

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La dirección exacta es: Calle 82 # 9-11, Bogotá, Cundinamarca, Colombia. En este país y sobretodo en esta ciudad, las direcciones importan, porque tu nivel socio-económico está plasmado indudablemente en las direcciones que frecuentas. Si tu vida se mueve entre la calle 76 y la calle 93, eres muy pinchado, y eso significa que en un sábado común visitas la zona g y la zona t (vale la pena aclarar que ninguna es una zona erógena) y que terminas comiendo helado en el parque del virrey (al ladito de donde encontraron a Colmenares) o en el parque de la 93. Por eso es que es bueno ser visto en el restaurante Club Colombia, porque queda al frente del Cachivaches y al ladito del P.F. Changs, sobre toda la carrera novena, donde inevitablemente frecuenta la crem de la crem.

Aquí todo tiene que ver con el "hacer observar" y el "hacer creer", pues "ver o ser visto significa la eventual captura del ojo humano para ser uno convertido en experiencia visual y por tanto ser representado en imagen". (Silva, 1997) En otras palabras, significa la generación de un punto de vista sobre uno mismo y aquí es donde se vuelven importantes las direcciones de los espacios que se habitan.

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No obstante, la dirección de Mamá Lupe es mucho más transcendental para la historia del país. Cl. 11 #6-14, Bogotá, Colombia, a poco más de veinte pasos de donde se desportilló el florero de Llorente, el veinte de julio de 1810. Allí se esconde un diminuto lugar de ensueño, un restaurante de tradición santafereña y sazón de abuela colombiana. Sin embargo, aquí hay dos miedos constantes de ser vistos: primero, por algunos habitantes de la calle, que no tienen mucha cara de buenos amigos, y segundo, por la gente que conoces, esos que se creen la última Coca Cola del desierto o el órgano reproductor de Jesucristo. Por eso se asiste con la intención de ver sin ser visto, porque ser visto aquí significa algo totalmente diferente, si eres un extranjero está bien, porque estás de turista, pero si naciste aquí es otro cuento, pues en esta ciudad es ley que un rolo "bien" no puede ser turista del centro de su propia ciudad porque es una 'guisada' y porque 'por allá es peligroso, por allá roban y no se puede llevar el carro porque es un lio'.

Según Silva,

Se agrava así nuestro dilema: ver o ser visto, o ver y ser visto, o ver que nos están viendo. En todos los casos está presente el miedo de ser visto, por fuera del catálogo de lo permitido, por cualquier ente u organización capaz de violentar a quien no responda a lo previsto. Este es quizás el mayor significado de la violencia simbólica, en las formas a que ha llegado en Colombia y otros países continentales, como aquella producida por temores imaginarios aun más que por desacuerdos efectivos en la conducta social. (Silva, 1997)

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No hay ni un solo punto en común entre estas dos calles, solo el de pertenecer a la misma ciudad, aunque no lo parezca.

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Al entrar en el restaurante Club Colombia me sentí en una casa de reyes de la colonia, las dos paredes que adornaban la entrada tenían representaciones de esculturas de oro precolombinas y desde que atravesé el umbral de la puerta dejé el mundo verde, verde, y me adentré en un mundo rojo.  Me senté en la terraza porque iba en converse y me sentí intimidada por la elegancia de las paredes rojas, el piso de madera y la vestimenta de los otros comensales (realmente se me hace absurdo vestirse de paño y corbata para ir a comer chicharrón con chorizo, pero bueno así son los que van "para mostrarse", los que comen la empanada con tenedor y con cuchillo).




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Mamá Lupe es también un poco la entrada a una casa antigua, pero de barrio. Todo es de madera, desde el piso, hasta las escaleras, las barandas, la lámpara y el techo. No obstante está llena de color, objetos de la cultura tradicional colombiana y un mostrador de postres típicos, adornan el lugar.








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En ambos sitios había extranjeros, pero los de Mamá Lupe eran argentinos y gringos, y los de Club Colombia eran europeos (hace rato no veía tantas cabezas con ese pelo mono casi blanco y esa piel rosadita camarón inconfundible del europeo quemado por el sol bogotano). Por otro lado, solo en Club Colombia había actores, actrices y presentadoras.

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En Club Colombia pedí: una entrada de maduro al horno con queso y jalea de guayaba, un arroz jugoso de jaiba, un jugo de corozo y una cerveza Club Colombia, la cuenta salió a 92,400 pesos. 

En Mamá Lupe pedí: una bandeja paisa, una acompañamiento de aguacate, una limonada y un arroz con leche, la cuenta salió a: 29,000 pesos.




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Definitivamente, al ser la ciudad una construcción social y simbólica de un imaginario, el sentido de lo urbano muta dependiendo del lugar que se visite; en este caso, y como lo declara Silva:


Es posible identificar al Norte como sede de la cultura en el modo tradicional, atribuyendo al Sur el ámbito subcultural , no tanto con el sentido de desprecio, sino como lo sub respecto del norte oficial. En consecuencia el norte cultural se identifica con un criterio de verdad científica, o sea de neutralidad desinteresada y también de moralidad, de altruismo respecto al sur que recae, inevitablemente, en la etiqueta del folclor, de lo típico y la subcultura. (Silva, 1997)





Bibliografía

Silva, A. (1997). Imaginarios urbanos. Bogotá: Tercer mundo S.A.